Sin más ruido que el sordo golpear de mis zapatos en el suelo me dirijo sin rumbo por sus callejuelas quedas y mudas, reminiscencia de tiempos pasados. Los largos y fríos dedos de la noche van entretejiendo entre si un hilo invisible de perpetua penumbra. Un sempiterno manto níveo, húmedo y suave va envolviendo a su paso todo lo que me rodea. Al fondo, puedo divisar entre faroles de fantasmales luces tenues una vaporosa sombra que se desliza y huye en la más profunda negrura.
A través del cristal y por un pequeño hueco, inclinado sobre su regazo un zapatero contempla su obra a la vez que solloza sin consuelo, hundido en la vorágine del mal llamado progreso. Se levanta fatigosamente y suspira quedamente mientras sus lágrimas caen por el abismo de su esencia, hecha añicos. Como otras tantas veces y antes de ir a dormir, mira abrumado los recuerdos de su vida que esparcidos y amontonados por el suelo parecen ya lejanos en el olvido.
Mientras, cerca de allí, un fogonero se deja caer sudoroso y extenuado sobre una pila de renegrido carbón. Se frota los ojos con sus encallecidas y laceradas manos mientras sus pensamientos vagan difusos en otra vida que no tendrá. Baja del tren y recorre el camino a casa, donde le espera un plato frío y un hueco en su cama. Lava su cara en un vano intento de borrar las huellas dejadas por esa muerte negra, turba asesina que todas las mañanas le hace toser y sudar. Un alma errante de negro destino.
En la calle un cristal roto, pasos atropellados y risas infantiles. Alguien toca el silbato, se alejan los pasos y mueren las risas. Por la esquina aparece un sereno. Todo silencio.
En el callejón del Oso, oculto en las sombras, un gato vigilante acecha a su presa esperando dar el golpe definitivo. El cuerpo tenso, el corazón desbocado, la mirada fija. No hay escapatoria posible.
Qué bonito!!
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