La tormenta se aproxima vertiginosa. En unos pocos minutos, relámpagos y rayos se suceden en un extraño baile de fantasmagóricos centelleos. Arrecia la lluvia y cientos de gotas golpean el cristal en un repiquetear constante y monótono.
De pronto un frenazo brusco y un taxista que vocifera y gesticula en un sinfín de malsonantes acordes inteligibles, entretanto en la otra acera, un gato observa orejas en alto entre curioso y extrañado el gutural bramido del paquidérmico taxista.
El cielo plomizo descarga sin clemencia ríos de agua, que bajan por las calles formando torrentes de barro y suciedad . Contornos borrosos corren a cobijarse bajo las cornisas.
Los semáforos cambian de color constantemente siguiendo una extraña e imprevista coreografía mientras un peatón asiste asombrado y taciturno al inesperado bailoteo, sumido en un mar de dudas.
Las hojas y las ramas de los árboles surcan el aire en una espiral de
pequeños remolinos que se elevan del suelo varios metros.
Unos ojos opacos, sin brillo y desgastados por el avanzar de los años se esfuerzan en contemplar a través del alféizar de la ventana el paso del tiempo mientras los minutos pasan despaciosamente ante sus fatigados y melancólicos ojos.
Día tras día se esfuerzan por ver algo diferente que dé sentido a su vivir, un atisbo de esperanza en un mar de lágrimas que se aferran al corazón en una sempiterna aflicción.
Las risas de su juventud, el júbilo y la dicha, ilusorias esperanzas lejanas,
añoranzas extraviadas y enjauladas tras cuatro paredes de una ciudad cualquiera y de un hombre sin nombre.
Cual juguete roto, viejo y ajado que tirado en el rincón se desvanece en el más absoluto olvido.